No existe un recuerdo de mi vida en el que la música no me haya acompañado. Recuerdo las clases de música en el jardín de niños. Una canción sobre un papagayo, creo. La letra y los detalles se me escapan, pero me acuerdo de cantarla con todas mis fuerzas. En mi casa el aire siempre estuvo en movimiento. La música perturbaba constantemente ese medio invisible, actor esencial de la vida. Después de todo es lo que respiramos, aunque me gusta pensar que yo respiro por los oídos. Desde los 7 años guitarrista, desde siempre cantante y desde hace poco el título profesional obligatorio “Artista, Productor y Compositor”. La música me llevó de la mano por todas mis primeras veces: Desde borracheras, corazones rotos y todo lo demás. Me derrumbé por el peso de la burbuja en la que crecí y, verso por verso, me fui, y me sigo, recogiendo. Empecé a soltar el “deber ser” y empecé a ser. En mis canciones chocan y arman tormentas mi folclor, el rock clásico de mi papá, los cantautores españoles de mi mamá, el jazz de la academia, el reggaeton de mis amigos y el pop que tanto odié y ahora amo. Si voy a cambiar el mundo, va a ser con la música más bonita que soy capaz de escribir. La más sincera. Después de todo, por cursi y romántico que pueda sonar, este mundo demente necesita ese nosequé que tiene la música. Esa intangibilidad, cualidad de dioses, de la que no somos dignos los humanos y que igualmente nos creemos capaces, dentro de nuestra eterna arrogancia, de poder domar.