Escribo para descifrar el laberinto de mis intestinos, para iluminar con mi desnudez el lado oscuro del planeta, y para pagar el precio que me permita la próxima bocanada. Le suplico al viento que me conceda unos segundos de descanso mientras los huracanes de mis pupilas remueven mis sesos, pero, otra vez, como ayer, fallo en entender que la paz de la renuncia siempre se encontró en mi mano, en los dedos con los que no me atrevo a arrancarme los ojos.